5/9/10

Rabindranath Tagore




Artícle sobre R. Tagore en el 150 aniversari del seu naixement.

Han comenzado en el mundo las celebraciones que, durante un año, conmemorarán el 150º aniversario del nacimiento de Rabindranath Tagore, un gigante de la vida intelectual y cultural de India en el siglo XX, nacido el 7 de mayo de 1861.
En su apasionante introducción a Gitanjali, W. B. Yeats escribió: "Estos poemas muestran en su concepción un mundo con el que he soñado toda mi vida. Es la obra de una cultura superior". Han pasado más de 100 años desde que Yeats hizo ese comentario entusiasta sobre la poesía del intelectual indio. En Occidente, el nombre de Rabindranath Tagore ya no figura hoy entre las grandes figuras de su tiempo. La exuberante recepción que se le tributó en los primeros años ha ido dejando paso a una indiferencia casi total.
Podemos tener la tentación de restarle importancia y considerarlo un poeta romántico e idealista, cuyos escritos son poco realistas para un mundo que se enorgullece de su sentido pragmático. Pero no es así. Muchas opiniones de Tagore sobre nacionalismo, educación y diálogo entre culturas tienen aún validez intelectual, y algunas de sus ideas han atraído e influido a pensadores contemporáneos tanto en India como en otros países.
Ahora bien, debemos preguntarnos: ¿qué importancia tiene Tagore para nosotros, los "pos-modernos", en la primera década del nuevo milenio? Sin duda, en medio de la violencia y el fanatismo del mundo contemporáneo, es urgente que nos aproximemos lo más posible a la filosofía de paz y armonía de Tagore.
Devoto de la paz, Tagore denunció el nacionalismo y la violencia. Intentó inspirar a los seres humanos un sentimiento de que había muchas cosas que los unían. No poseía ninguna fórmula mágica para salvar a la humanidad. No creía en las ideologías. Se limitó a destacar algunos principios básicos que los filósofos han conocido siempre y que los seres humanos hacen mal en ignorar.
Tagore no era un político y aborrecía la política del poder. En una carta escrita a William Rothenstein el 6 de octubre de 1920, resume con gran claridad su amargura por la exhibición de poder. "No tengo ninguna relación directa con la política", afirma. "No soy nacionalista, moderado ni extremista en mi doctrina ni mi inspiración política. Pero la política no es una mera abstracción, tiene su personalidad y se inmiscuye en mi vida porque soy humano. Mata y hiere a las personas, cuenta mentiras, utiliza su sagrada espada de la justicia para matanzas, extiende la miseria a lo largo de siglos de explotación, y yo no puedo decirme a mí mismo: 'Poeta, tú no tienes nada que ver con esas cosas, porque son cosas de la política".
Para Tagore, el hombre espiritual no puede ser completamente apolítico, sino que debe acabar refugiándose en un pensamiento político que garantice el acceso directo a todas las culturas. La cuestión del diálogo intercultural preocupó a Rabindranath Tagore toda su vida, un interés que queda bien patenteen la expresión "Unidad en la diversidad", que utilizaba a menudo en sus ensayos y conferencias.
Siempre se opuso a la uniformidad y la contrastó con el ideal de unidad. La verdadera unidad, pensaba Tagore, solo era posible si se celebraba la diversidad mediante el diálogo entre diferentes culturas. Su ideal era la búsqueda de la armonía por encima de los imperativos de la modernidad, como forma de relacionar distintas culturas y lograr esa unidad en la diversidad.
Podemos considerar la idea del diálogo intercultural de Tagore y su crítica antipolítica de la civilización moderna como una forma de preparar el terreno para el logro gradual de dicha visión. Si la filosofía de Tagore es resultado de los conflictos y las aspiraciones de la India moderna, también es, a su vez, el criterio moral que le sirve para juzgar el progreso.
Tagore se oponía a la civilización moderna porque no tenía un carácter total y por su predilección por el progreso material de la humanidad en vez del progreso moral. No se hacía ilusiones sobre lo que se denominaba "progreso", que en su opinión se había convertido en sinónimo de las leyes de la necesidad, no de las leyes de la verdad. Para Tagore, el progreso era la libre expresión de la personalidad humana en armonía con la vida. Por consiguiente, la verdadera crisis de la civilización moderna se debía al conflicto y el choque, no entre culturas, sino entre el ser humano y la idea de la vida como algo integral.
Tagore pensaba sin duda en una cultura universal en la que las grandes mentes de cada nación estarían a disposición de todo el mundo. Por eso tuvo siempre una perspectiva fundamental y constante, en todos sus viajes por su país y más allá de sus fronteras. Los conocimientos y las amistades que hizo durante sus viajes a Oriente y Occidente ampliaron sus simpatías humanistas, que ya eran suficientemente amplias, e intensificaron su comprensión de los impulsos intelectuales y espirituales que habían empujado a las grandes mentes orientales y occidentales a alcanzar sus mayores logros. A partir de entonces, Tagore fue, más que indio, ciudadano del mundo o, mejor dicho, un indio cosmopolita, porque pertenecía al espacio cultural indio sin involucrarse en la idea de un territorio concreto delimitado por unas fronteras.
A caballo entre Asia y Europa, sin rendirse a la idea de un choque entre ambas, Tagore amplió el significado y la importancia pragmática del diálogo crítico intercultural como ninguna otra persona antes que él. Al extender su visión de la civilización más allá del mero particularismo, otorgó un valor supremo a la idea de un mundo integral. Un mundo integral que era como una familia en la que sus miembros, las distintas naciones, contribuyen, cada uno con su parte, al bienestar de todos.
Hoy, en un momento en el que la humanidad se enfrenta a un panorama poco halagüeño, con choques de intereses nacionales y prejuicios étnicos y raciales, un intento de entablar un diálogo intercultural puede ser una forma fidedigna de sentar las bases de una nueva solidaridad humana en un mundo plural.
Lo que debemos preguntarnos es si nos encontramos en el momento histórico en el que debemos "perder nuestra fe en el hombre" o debemos esforzarnos en preparar las condiciones necesarias para que un diálogo intercultural contribuya a forjar la solidaridad humana en un mundo plural. No cabe duda de que Tagore es el testigo cuyos textos nos ayudarán a discernir si estamos avanzando o no hacia más diálogo cultural y más solidaridad humana en nuestro mundo.
Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El País 5.9.10

Medicina : evolució en els tractaments








A continuació podem llegir un interesant article sobre els reptes que planteja l' evolució en els tractaments mèdics, en els terrenys tecnològics i ètics.


Las fronteras de la cirugía
No es fácil ponerse en la piel del Gentile que, aquella tarde de febrero de 1824, a sus 32 años, se convirtió en el primer ser humano al que le era extraído un cálculo vesical mediante litotricia. Demasiadas emociones de golpe, demasiados miedos y esperanzas.

¿Qué ocuparía la mayor parte de su atención en aquellos estresantes minutos? Quizá la mirada escéptica e implacable de los miembros de la Academia de Ciencias de París que asistían, en calidad de testigos, al acontecimiento. Quizá el nervioso optimismo del doctor, Jean Civiale, un francés empeñado en demostrar al mundo que existía otro método para extirpar cálculos, alternativo a la sangrienta y peligrosa cirugía que por entonces se practicaba. Es posible que nuestro hombre se tumbara en la camilla con la mente plagada de terrores y supersticiones. Sabía, sin duda, a lo que se habían visto expuestos otros pacientes con su misma enfermedad. Si, en lugar de Civiale, le hubiera atendido otro galeno, por ejemplo, el afamadísimo doctor Maisonneuve, las cosas hubieran sido muy distintas... Mucho peores. ¿Cuánto?
Si seguimos el relato que Jürgen Thorvald ha rescatado de su abuelo, el pionero de la cirugía Henry Steven Hartmann (El siglo de los cirujanos, 2005), podremos hacernos una idea del pavor con que Gentile debió de acudir a la sala de operaciones aquella tarde. Maisonneuve había invitado a Hartmann a presenciar una litotomía, la extracción de un cálculo de vesícula mediante cirugía. Lo recibió mientras se ponía una sucia bata, "llena de costras de sangre y de pus", y le explicaba el historial de su paciente: un hombre de más de sesenta años que llevaba varios padeciendo del "mal de la piedra" pero que no se había atrevido a operarse. Demasiado viejo, delgado y débil para ser narcotizado, el sexagenario iba a someterse ahora a la intervención sin anestesia. Maisonneuve parecía resuelto: mientras varios asistentes colocaban un trapo en la boca del hombre y lo sujetaban por los hombros, el doctor introdujo una sonda por la uretra y procedió a rajar el perineo con el bisturí. Entre los borbotones de sangre, el cirujano fue capaz de navegar con unas grandes pinzas hasta tocar el cálculo, y necesitó tirar con violencia de él varias veces para extraer un fragmento. Bastante antes, el paciente había perdido el conocimiento a causa del dolor. Hartmann abandonó la sala tan indignado como el resto de los asistentes; pero Maisonneuve se empeñaba en recordar que aquél era el único método eficaz para luchar contra los cálculos y en desacreditar "otros medios" propuestos por ciertos colegas.
Entre estos últimos se contaba, por supuesto, Civiale, un francés nacido en Auvillac en 1792 que iba a demostrar al mundo los beneficios de la litotricia (extirpación no invasiva de fragmentos de cálculos percutidos) sobre la violenta litotomía de Maisonneuve, y que terminaría por convertirse en el creador del primer servicio de urología del mundo, en el Hospital Necker de París.
El joven Gentile se debatía entre el espanto que le producían las crónicas quirúrgicas de la época y la seguridad que su médico le había transmitido al hablarle del método que había ideado. Civiale había construido una sonda capaz de llegar hasta la vejiga. En su extremo, añadió una pinza que se podía abrir a distancia con un tornillo. Con ella podría sujetar la piedra y luego fragmentarla mediante un sistema de taladro a través de la sonda. Los aparatos utilizados tenían formas inusitadas: tenían que estar compuestos de materiales suficientemente flexibles y, a un tiempo, duros, y seguramente reposaban junto a la mesa de operaciones como extraños artefactos más propios de un carnicero. Era el último grito en tecnología médica, la vanguardia de un siglo con más sombras que luces en el terreno de la cirugía.
Gentile se sometió a tres intervenciones. A todas acudía andando y de todas salía por su propio pie. Civiale sorprendía así a la comunidad médica con una técnica quirúrgica menos invasiva, sangrante y dolorosa, 22 años antes de que se aplicara –en el ámbito de la medicina– la primera anestesia moderna por aspiración de gases.
Navegar por las turbulentas corrientes de la vanguardia no es fácil. Afrontar al riesgo de abrir un cuerpo humano vivo con un aparato nunca antes utilizado requiere un esfuerzo ético e intelectual inconmensurable. Sólo unos pocos son capaces de hacerlo, y, habitualmente, sobre ellos recae la gloria. Las crónicas de la medicina moderna, desde la segunda mitad del siglo XIX, están jalonadas con este tipo de avances. Pero merece la pena investigar cuáles son sus equivalentes actuales, en este recién parido siglo XXI que nos asombra con un constante goteo de hitos tecnológicos y científicos. ¿Quién abre caminos inexplorados al modo en que lo hizo Civiale? ¿Qué rostro tiene el hombre o la mujer que maneja ese nuevo objeto más eficaz, más rápido, más inocuo para abrir un cuerpo enfermo sobre la mesa del quirófano?
¿Y si les digo que ese rostro no existe?
La escena, muy pronto, podría parecerse más a lo siguiente: sobre la mesa de operaciones, un paciente tranquilo y relajado espera a que se le intervenga por segunda vez para tratar un feo tumor en el hígado. El proceso previo a la cirugía ya se ha realizado y la anestesia empieza a hacer efecto. Ha entrado un cirujano en la habitación, y se dirige con soltura hacia el instrumental: en lugar de bisturís y pinzas, es una consola de ordenador, sobre la que aquél teclea del mismo modo que, al mismo tiempo, lo hace su hijo con su consola de juegos en su habitación. De manera precisa y rápida, un pequeño robot, que no se parece en nada a los de las películas (no tiene rostro ni forma de androide: se trata sólo de un par de brazos finísimamente articulados), manipula una larga y delgada aguja llena de productos de quimioterapia. La máquina es la encargada de punzar el abdomen del enfermo y buscar a través de vasos y tejidos el camino más recto para llegar al destino final: el tumor.
Mientras el cirujano se retira de la pantalla y permanece vigilante, con los brazos cruzados, el robot habrá tenido tiempo de localizar la diana e inyectar el medicamento directamente en el nudo de células malignas. Para ello se habrá servido de las toneladas de información digital almacenadas en el servidor de la sala de operaciones.
Sí, es cierto que el tono general de esta historia sugiere más un escenario de ciencia ficción que una proyección real del futuro. Pero muchos expertos opinan que intervenciones como ésta son una realidad inaplazable. Un Civiale del siglo XXI bien podría ser el urólogo Louis R. Kavoussi, del Hospital Johns Hopkins, un hombre acostumbrado a sajar abdómenes con sus propias manos y que está convencido de que, en menos de una década, operaciones como la relatada serán algo cotidiano. "Haremos clic en el tumor y un robot semiautónomo hará el resto. El cirujano simplemente se sentará a observar que todo marcha correctamente".
Kavuossi no es un cualquiera. Ha sido premiado con el cargo de profesor distinguido Philip C. Walsh en Urología, y diseñado varios métodos mínimamente invasivos para atacar procesos cancerosos.
Hasta tal punto el avance tecnológico es clave en el desarrollo de la cirugía, que hoy la palabra cirujano puede ir íntimamente unida a la de ingeniero. Y, por supuesto, es Estados Unidos el principal abanderado de esta revolución médica. Allí, por ejemplo, abundan aventuras pioneras como la del ERCCISST, una institución cuyo largísimo nombre (Engineering Research Center for Computer Integrated Surgical Systems and Technoology) da idea del cariz que están tomando los últimos acontecimientos médicos. En su seno trabajan codo con codo médicos, ingenieros, expertos en desarrollo informático, prospectivistas...
Es cierto que, a pesar de tales esfuerzos, los bisturís automáticos y los robots-cirujano autónomos siguen estando fuera de nuestro alcance: son prohibitivamente caros, poco versátiles y aún necesitan de un largo proceso de experimentación y depuración. Pero las experiencias hasta ahora registradas no dejan de ser sorprendentes. Y, lo mejor de todo, el entusiasmo de los cirujanos de hoy no tiene nada que envidiar al de los pioneros de antaño, aquellos apasionados civiales... / Jorge Alcalde. Prensa 4.9.10